De mí, que soy una Santa,
que temo la ira de Dios,
que me reinvento con cada tic-tac...

miércoles, 28 de enero de 2009

sin título

Nunca he dicho que escribir sea absolutamente bueno. Escribir es absolutamente necesario. Escribir es esa estúpida trampa mental que uno se juega a sí mismo en aras de reconocerse en el futuro, de no olvidarse.

He tenido que darme cuenta, a base de insultos a mí misma, frente al espejo, que no soy más que las letritas y la pantalla inundada de negro y blanco. Soy letras, pienso letras, vivo letras, porque no hay más remedio, no hay más opción que desgañitarme internamente sin pretensión alguna, sin un fin inmediato, intermedio, último, consiguiente. Si pudiera decidirme un buen día a vivir sin estar aquí escondida, la tinta me abandonaría y este estúpido sitio de internet nunca visitado también.

Lo sé de cierto, porque conozco la naturaleza de las cosas que me rodean y sobre todo, la condición de con quién me lio. Si yo me fuera a vivir al mundo real, las letritas, naturalmente despechadas, mudarían de afectos y le harían favores a otros mil blogueros necesitados de sus atenciones. Me abandonarían y sanseacabó, fin de Sta. Nefija. Digamos abiertamente, fin… sin debut ni despedida…

En un arranque de sinceridad, puedo decir que me hacen falta, que son de indispensable uso para mí, que me van creando conforme al tic-tac inclemente que azota mi carne con su desprecio y que, sobre todas las cosas, no osaría yo a cambiarlas por la asquerosa vida real que se crean mis congéneres…

Yo no concibo hablar, porque el hecho de hablar es tan denigrante como el trabajo o la búsqueda interminable de la ya tan mentada felicidad. Hablar es… hablar sin trascender (¡Trascender!, me dirían ustedes con una mueca de visible sorna, sólo Dios, babosa. Sí, estoy de acuerdo -en dado caso de que Dios exista-, pero dejemos que la babosa ambicione algo en la vida.) Además, como “incapacitada social” considero que hablar envilece todavía más mi existencia en esta asquerosa y poluta Ciudad de los Palacios, porque nadie me escucha. (Honestamente, sería cagante ir por el mundo buscando oídos sueltos que no me cuestionen después con el resto de su cuerpo)

Lo anterior es en parte cierto, pero ¿cómo olvidar la carencia, la verdadera razón para preferir este encierro?

¡Ajá!, muchos pretextos para decir que me concibo como una estúpida incoherente, que todos mis monólogos se contradicen una y otra vez, que la gente no entiende mi inhabilidad para crear discursos que no incluyan un ”pero”, que en realidad, elocuente nunca he sido, que hablo más rápido de lo que pienso y que mis palabras envuelven sólo a los despistados y, por supuesto, que me muero de la pena al proferir palabritas rebuscadas.

Así, confieso que mis palabras, las que escuchas, son infamemente huecas, absurdas y por lo tanto divertidas; pero sin peso en el aire, sin alojamiento seguro en tus oídos, en tu recuerdo y mucho menos en el mío. (Sí, me falla la memoria a corto plazo y olvido siempre la continuación de mi divague. Esto resulta a veces divertido y conveniente, habrían de inventarse una de esas amnesias temporales para recolectar las opiniones, chismes y mentiras de sus allegados…)

(Me resulta risible saber de lo que soy capaz en un día de absoluto tedio, como hoy… Sí, risible ¡Ay, qué broma!... Bah…)

Hablar entonces no es para mí.

En mi juicio —es decir, sin necesidades que me liguen directamente con la gente que tiene nombre y domicilio conocido—, prefiero la ofensa. Efectivamente se habla, pero uno ya tiene una meta trazada y no se confiesa víctima nunca ni va montando batallitas pendejas contra algún oyente elegantemente imposibilitado para recibir un mensaje completo, real, justo, que no albergue juicios —dictados generalmente desde un punto de vista obtuso— de valor. Ofender, me va más que caminar sin rumbo fijo pidiendo limosna al oído despreocupado. Y es que es tan imbécil hacerlo, pero, digo, uno todavía no es perfecto y tiene manía de marcar numeritos y decir “hola, cómoteva” a otro cuerpo omitido que se alquila por un rato de [in]sano esparcimiento y recreación (chisme, morbo) a cambio de una cerveza, un café o el acto recíproco de buena voluntad.

Mas el ofender, se estira como una liga, guardando toda clase de sorpresas y encuentros fortuitos. El depositario de la ofensa responde con otra que podemos calificar como mala, pésima o excelente y nos da pie para continuar con el juego hasta que se nos seque la boca. El ofendido y el ganador en la burla alcanzan niveles de santos, condecorados con una aureola, sólo invirtiendo paciencia. Ambos saben que todo el esquema se quebrará gracias a la intervención divina de una voz ajena, de unas manos piadosas que les separen de los golpes, de la vulgaridad, de la barbarie. Ambos se divierten, ambos ganan todo lo apostado.

Sin embargo, cuando uno decide hablar, comunicarle cualquier oprobio al oyente, apuesta todo y no gana más que una patada bien colocada con una furia descomunal en el derrier, porque ¿quién coños quiere llenarse de problemas ajenos?, ¿quién se siente tan bondadoso para evocar la resignación cuando todo está, en palabras del otro, hecho una mierda? Nadie que tenga los niveles bajos o altos de azúcar en el cuerpo, lo aseguro.

De esta manera, hablar, el solo acto de abrir el hocico, va ocasionando más enemistad que no decir nunca nada a nadie y ser considerado petulante y apático…

Sin más, algún día aprenderé a callar. Mientras que ese glorioso día no se presente, me quedaré aquí, disfrutando de los símbolos.

C’est la vie…





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