De mí, que soy una Santa,
que temo la ira de Dios,
que me reinvento con cada tic-tac...

jueves, 29 de enero de 2009

“¡me caga, me emputa!”


Efectivamente, me caga, me emputa que la gente vaya formándose una idea de lo que soy (¡pinches psicoanalistas frustrados!). Que si soy o no junkie, que si me cogen bonito, que si tengo la lengua larga, que si el párroco de la iglesia más cercana abusó de mí en mis años de inocencia, etc. Si supiera quién o qué coños soy, sería harto sencillo levantarme todos los días y vivir cual maquinita echadora de humo. Vale, sólo lo sabría, tendría ya algo de que asirme para no sentirme perdida entre cientos de snobs de mierda cuando voy a la Facu, pero no, ni idea.

Puedo un día ser la Virgen María y el otro, la puta consumada que por eones he deseado ser.
Todo depende de la temperatura del agua que me moja todas la mañanas alrededor de las cuatro o de si me tiro el café encima como es costumbre.

Damn!

Cuando en mi pendejez pensé [re-]encontrarme en las páginas de Hamlet, no tenía idea de que el infausto tenía clarísimos los conceptos que a mí jamás me han quedado del todo explicados. Y es que muchas veces pienso que el daño cerebral causado por el golpe al caer de una hamaca a los cinco años es severo: no doy una.

Mi mami dice que soy lista, pero ¡coño! que puedo esperar, es mi madre… La gente lo dice también, quizá se fijan mucho en mis juicios tajantes y siempre malintencionados sobre los hechos ajenos, invisibles a sus ojos. Se trata de observación, ocio y un poquito de cinismo, nada más… (Bueno vale, sí… lo que sea… en términos corrientes es eso y nada más…)

La onda, queridos, es que no sé quién coños habla esta vez. Sí es N., pero cuál de todas las N. de “mi pequeño y cerrado mundo”. Es difícil saberse completamente, verse al espejo con la seguridad de que no hay nada más que un rostro o un cuerpo bonito o feo, saber cuáles son los límites de uno ante los otros, las reacciones de uno frente a la buenaventura o la adversidad.

Nadie, se sabe de cierto.

N. nada más se supone, explica la realidad o la forma por inercia, por puto sentido “común” (a decir verdad, no tan común) y nunca, mientras que el sol brille, cavila sobre sí misma o su manera de conducirse minada, saboteada por otra N. interior. Sólo por las noches cuando no recibe llamadas, realiza “ejercicios” negativos de autocrítica y destrucción dignos de epítetos rimbombantes e igualmente absurdos que la naturaleza del ejercicio hecho/deshecho.

N. actúa de día. N. piensa de noche. Y los intersticios entre los polos se contaminan con basura ajena, con necesidades facturadas en los otros organismos, con palabrería inútil, con farsas fatalistas y tendencias al fracaso de los otros o el supuesto sufrimiento propio (me caga sufrir o pensar sufrir o sentir sufrir o ver el sufrimiento en los demás o cualquier cosita lacrimógena y lamentable)

Entonces, si yo no sé quién chingados habla, por qué Uds. sí…

Dadas las circunstancias, ignorancia e incertidumbre perpetuas, no hagamos al mamón y vayámonos todos de la manita al carajo…


miércoles, 28 de enero de 2009

sin título

Nunca he dicho que escribir sea absolutamente bueno. Escribir es absolutamente necesario. Escribir es esa estúpida trampa mental que uno se juega a sí mismo en aras de reconocerse en el futuro, de no olvidarse.

He tenido que darme cuenta, a base de insultos a mí misma, frente al espejo, que no soy más que las letritas y la pantalla inundada de negro y blanco. Soy letras, pienso letras, vivo letras, porque no hay más remedio, no hay más opción que desgañitarme internamente sin pretensión alguna, sin un fin inmediato, intermedio, último, consiguiente. Si pudiera decidirme un buen día a vivir sin estar aquí escondida, la tinta me abandonaría y este estúpido sitio de internet nunca visitado también.

Lo sé de cierto, porque conozco la naturaleza de las cosas que me rodean y sobre todo, la condición de con quién me lio. Si yo me fuera a vivir al mundo real, las letritas, naturalmente despechadas, mudarían de afectos y le harían favores a otros mil blogueros necesitados de sus atenciones. Me abandonarían y sanseacabó, fin de Sta. Nefija. Digamos abiertamente, fin… sin debut ni despedida…

En un arranque de sinceridad, puedo decir que me hacen falta, que son de indispensable uso para mí, que me van creando conforme al tic-tac inclemente que azota mi carne con su desprecio y que, sobre todas las cosas, no osaría yo a cambiarlas por la asquerosa vida real que se crean mis congéneres…

Yo no concibo hablar, porque el hecho de hablar es tan denigrante como el trabajo o la búsqueda interminable de la ya tan mentada felicidad. Hablar es… hablar sin trascender (¡Trascender!, me dirían ustedes con una mueca de visible sorna, sólo Dios, babosa. Sí, estoy de acuerdo -en dado caso de que Dios exista-, pero dejemos que la babosa ambicione algo en la vida.) Además, como “incapacitada social” considero que hablar envilece todavía más mi existencia en esta asquerosa y poluta Ciudad de los Palacios, porque nadie me escucha. (Honestamente, sería cagante ir por el mundo buscando oídos sueltos que no me cuestionen después con el resto de su cuerpo)

Lo anterior es en parte cierto, pero ¿cómo olvidar la carencia, la verdadera razón para preferir este encierro?

¡Ajá!, muchos pretextos para decir que me concibo como una estúpida incoherente, que todos mis monólogos se contradicen una y otra vez, que la gente no entiende mi inhabilidad para crear discursos que no incluyan un ”pero”, que en realidad, elocuente nunca he sido, que hablo más rápido de lo que pienso y que mis palabras envuelven sólo a los despistados y, por supuesto, que me muero de la pena al proferir palabritas rebuscadas.

Así, confieso que mis palabras, las que escuchas, son infamemente huecas, absurdas y por lo tanto divertidas; pero sin peso en el aire, sin alojamiento seguro en tus oídos, en tu recuerdo y mucho menos en el mío. (Sí, me falla la memoria a corto plazo y olvido siempre la continuación de mi divague. Esto resulta a veces divertido y conveniente, habrían de inventarse una de esas amnesias temporales para recolectar las opiniones, chismes y mentiras de sus allegados…)

(Me resulta risible saber de lo que soy capaz en un día de absoluto tedio, como hoy… Sí, risible ¡Ay, qué broma!... Bah…)

Hablar entonces no es para mí.

En mi juicio —es decir, sin necesidades que me liguen directamente con la gente que tiene nombre y domicilio conocido—, prefiero la ofensa. Efectivamente se habla, pero uno ya tiene una meta trazada y no se confiesa víctima nunca ni va montando batallitas pendejas contra algún oyente elegantemente imposibilitado para recibir un mensaje completo, real, justo, que no albergue juicios —dictados generalmente desde un punto de vista obtuso— de valor. Ofender, me va más que caminar sin rumbo fijo pidiendo limosna al oído despreocupado. Y es que es tan imbécil hacerlo, pero, digo, uno todavía no es perfecto y tiene manía de marcar numeritos y decir “hola, cómoteva” a otro cuerpo omitido que se alquila por un rato de [in]sano esparcimiento y recreación (chisme, morbo) a cambio de una cerveza, un café o el acto recíproco de buena voluntad.

Mas el ofender, se estira como una liga, guardando toda clase de sorpresas y encuentros fortuitos. El depositario de la ofensa responde con otra que podemos calificar como mala, pésima o excelente y nos da pie para continuar con el juego hasta que se nos seque la boca. El ofendido y el ganador en la burla alcanzan niveles de santos, condecorados con una aureola, sólo invirtiendo paciencia. Ambos saben que todo el esquema se quebrará gracias a la intervención divina de una voz ajena, de unas manos piadosas que les separen de los golpes, de la vulgaridad, de la barbarie. Ambos se divierten, ambos ganan todo lo apostado.

Sin embargo, cuando uno decide hablar, comunicarle cualquier oprobio al oyente, apuesta todo y no gana más que una patada bien colocada con una furia descomunal en el derrier, porque ¿quién coños quiere llenarse de problemas ajenos?, ¿quién se siente tan bondadoso para evocar la resignación cuando todo está, en palabras del otro, hecho una mierda? Nadie que tenga los niveles bajos o altos de azúcar en el cuerpo, lo aseguro.

De esta manera, hablar, el solo acto de abrir el hocico, va ocasionando más enemistad que no decir nunca nada a nadie y ser considerado petulante y apático…

Sin más, algún día aprenderé a callar. Mientras que ese glorioso día no se presente, me quedaré aquí, disfrutando de los símbolos.

C’est la vie…





lunes, 26 de enero de 2009

una de tantas...

Joder...

Debo comenzar a agendar nuevamente mis compromisos. Lo sé, gente como yo no debe vivir sin palm, celular y otros dispositivos que simulen una buena memoria...

Carajo...

Me perdí de la buena charla de mi primo, todo por vivir en el ensueño...

_-_

¿Me odio? En definitiva, me odio...

domingo, 25 de enero de 2009

domingo, día

Es uno de esos días en los que uno se cuestiona por qué jodidos tiene que hacerse la vida miserable pensando.

El sol brilla y afortunadamente no he tenido ningún momento para estar a solas y humillarme. Y es que… en los días nublados tiendo a hacer silogismos baratos y a malpasarme en las horas para ingerir los santos alimentos, culparme por no haber hecho o haber dicho tal o cual cosa… puro resentimiento en los días nublados, ¡carajo!

El sol brilla y quema, pero da igual. Esté ahí o no, es lo mismo, porque hoy la tarde se antoja tranquila, yerma, sin invasiones de baraterías ni discursos bonitos. Hoy la tarde se presta para sólo estar sin decir una palabra.

Mi madre me observa escribir, hace tres minutos que me ha llamado para comer. Ella nunca — excepto los recados pegados en el refri— ha leído algo “mío”. Ahora eso y saber que ha tomado su medicamento, me hace feliz. Sus observaciones acerca del mundo, de las cosas son sencillas, prácticas y casi rayan en la simpleza. Me gusta, sin duda, que mi madre sea mi antípoda, el opuesto, la felicidad y la belleza de lo cotidiano. Adoro a mi madre, porque no se revuelve con tanta pendejada y se contenta con mirarme escribir sin saber qué coños digo.
_-_

Bien, he terminado de comer y de poner las malditas cortinas. (Sí, alguien me dijo que las persianas eran lo de hoy, pero no van más con la decoración de mi casita y además ¿a quién coños le importa qué es lo de hoy? ¡Bah!) Habría de limpiar más, encontré tres arañas enormes dispuestas a morder mis brazos, en definitiva los insectos me dan asquito cuando están frente a mí (Sí, también debo añadir que soy una cobarde, no puedo matarlos).

Hace una hora recibí la llamada que no esperaba (mentira, la esperaba, pero no me importaba mucho recibirla). Era él y no tengo algo que agregar sobre dicho sujeto… (quizá tenga mucho más que decir, pero a estas alturas, es bastante imbécil; sabrán después a qué me refiero)

Ha sido un día agradable, no he hecho lo que me había propuesto; ¡vaya!, la desidia se apodera nuevamente de mí. Dejaré que me tome y me acaricie unos días más.

¡Ash! Él me ha pedido eso, eso y lo otro… y la noche, un café y un porrín… ¿A quién le hago caso? Al diablo los dos…

El viento y el mundo se mostraron amables conmigo. Lo hacen a menudo, pero le resto importancia al acto y es que… la verdad, siempre que advierto un favor semejante resuelvo dejarlo de lado para no ver cómo el goce se diluye y lo que antes, al principio, se manifestaba como una bendición se convierte a mis ojos —tras algunos meses de disfrute y deleite— en lo más aborrecido. (pinche inestabilidad)

Escucho a Portishead y no va mal, no voy mal…
Aunque, coño… sé que mañana —mientras bostezo y me alisto para ir a comprar la lista de la semana al “súper mexicano” (jajajaja)— toda esta luminosidad dominical se extinguirá…

C’est la vie, queridos…



de mí, de ti, de ella...

De mí, que soy una Santa,
que temo la ira de Dios,
que me reinvento con cada tic-tac...