De mí, que soy una Santa,
que temo la ira de Dios,
que me reinvento con cada tic-tac...

lunes, 14 de diciembre de 2009

Re-cuento

Uno aprende que con el tiempo lo trágico adquiere un matiz luminoso: las desgracias se convierten por sí mismas en motivos que arrancan una mueca, una suerte de sonrisa.

Tal vez ocurra que me estoy volviendo vieja y que la dopamina que produce dolor va haciéndose cada día más ineficaz con respecto a lograr consolidar las viejas pretensiones, a trastocar los nuevos ideales…

Quizá el dogma haya impuesto una cruz de resignación en mi frente.

Quizá sólo haya sido el tiempo esta vez un buen aliado.

Quizá el 1% de mi fe se ha hecho fuerte frente a la decepción de no llegar al paroxismo.

Quizá sólo sea que he aprendido a llorar riéndome.

En este tiempo de ausencia-presencia, amé los largos meses en los que me que me dolió ser consciente de que sobran las maneras de cómo darse cuenta de que el sufrimiento, del mismo modo que el amor, la vulnerabilidad y el desasosiego, va perdiendo la capacidad de seducir a los cínicos.

Aprendí que cuando se juega al azar, la moneda que se lanza al aire no siempre muestra una sola de sus caras: se sabe jugar, porque perder hasta la dignidad resulta más plausible que ganar a la casa. Se sabe jugar cuando uno se da cuenta de que las pérdidas marcan la posibilidad de nuevas y mejores ganancias.

Teniendo en cuenta lo anterior, es verdaderamente loable saberme ya, como todos los demás, un personaje incidental más en la trama de mi vida, un ente de mediana estatura que aparece y desaparece en la escena sentimental de mis días a la voz de “Tercera llamada. Tercera…”

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